Otoño en el Pirineo aragonés: la estación de la pasión.
Todo viaje parte de un camino ya sea físico o espiritual, en este caso se reúnen ambas.
Los caminos del Pirineo aragonés siempre me inspiran: deseos, añoranzas, personajes oníricos que se ocultan el los añejos y retorcidos troncos de los arboles que me acompañan a lo largo de la travesía.
Caminos llenos de melancólicos colores otoñales: rojos, ocres, naranjas, amarillos y miles de verdes que filtran de forma discreta, los escuetos y reconfortantes rayos solares que cruzan la floresta de hayas en esta hermosísima estación de los enamorados.
Enamorados que comparten caminos, ilusiones, pasiones y desencuentros que terminan en cálidos abrazos y desenfrenados besos a la cálida luz de la flor más roja de todas, la luz de la hoguera.
Cuando paseo por los bosques casi prístinos del Pirineo aragonés, intento hacerlo cuando el bosque es solo nuestro, en soledad y silencio, de la mano, sintiendo el calor y el olor que embriaga todos mis sentidos de la persona amada que me transmite esa pasión necesaria para ver en estos colores la belleza de lo efímero, en estos torrentes de aguas cristalinas, la pasión desenfrenada de la vida, en la etérea hoja que cae, lo sutil y caduco de la existencia vital y en el manto rojo mortecino del suelo, la necesidad de volver a la Tierra cerrando el círculo mágico y efímero de la existencia humana.
Solo desde la certeza absoluta y aplastante de que somos efímeros y prescindibles, minúsculos e intrascendentes, elementos casi accidentales dentro del amplio espectro vital del la Naturaleza global en la que vivimos y de que millones de años antes de que existiésemos ya la Naturaleza existía y de que aún millones de años después de que la raza humana se extinga de forma inevitable, la Naturaleza se abrirá camino, solo desde ese convencimiento, se es capaz de disfrutar de cada instante, de cada hoja que cae, de cada flor que muere abriendo paso a la que como ha ocurrido desde hace milenios, le tomará el relevo la próxima primavera para perpetuar su poderoso y a la vez delicado linaje.
Tras recorrer esos sinuosos y umbríos caminos, con los cuerpos húmedos por la pertinaz y delicada llovizna que cae en el bosque de hayas pirenaico, nada más reconfortante que llegar al hogar cálido y acogedor donde espera encendido el fuego de la chimenea ancestral. Es en ese momento donde un fuego sustituye al otro, donde una humedad sustituye a la otra y donde los cuerpos se buscan tras tanto roce cómplice, tras tanto murmullo esquivo, tras tanta pasión contenida... y de nuevo se vuelve a sentir la magia de la vida envuelta en una apasionada rueda vital que te conecta con lo más profundo y primitivo del ser humano y de su similitud con el bosque otoñal o acaso ¿no somos ahora como hojas que se rozan y se unen en el cálido manto del suelo?¿No somos como los torrentes de agua cristalina que se precipitan entre los recodos del arrollo? ¿Las ramas que se mecen al compás de la brisa de la tarde?
Es sin duda el otoño, la estación del amor, del fuego y de la humedad envuelta en miles de cálidos tonos.