Feroes: las islas del fin de Mundo
Capítulo 4
La mañana aparece fría y lluviosa. La “noche” ha sido intensa en precipitaciones y las laderas de las montañas que nos rodean rezuman cascadas que conducen ruidosas e inexorablemente las aguas desde las cumbres hasta los torrentes y el mar.
Al circular por estas desiertas carreteras, nos embarga una profunda sensación de ataraxia que emana de estos páramos antiguos e imperturbables. La soledad reinante en la gran mayoría de los tramos que recorremos junto con la magnificencia de los paisajes, nos sume a veces en un estado de semi letargo donde podemos pasar enormes períodos de tiempo sin cruzar palabra más que para decir “para” y salir del vehículo a intentar interiorizar lo que vemos.
A Streymoy llegamos tras atravesar otro de esos profundos y largos puentes submarinos: es la isla más grande del archipiélago y nos dirigimos directamente a su capital: Tórshavn.
Aunque nos gusta la soledad, en Feroe este es un estado permanente y hoy tenemos la necesidad de “convivir” con personas a parte de sentarnos en un buen restaurante para comer algo “decente”.
Tórshavn es una ciudad colorida donde su principal punto de interés (al menos para nosotros) es su zona portuaria donde fondean barcos pesqueros y de recreo.
Hoy es sábado y al llegar a la ciudad cierto asombro nos vuelve a embargar…¡¡¡¡No hay nadie…!!! Circulamos por sus vacías calles y sólo nos cruzamos con un par de personas que deambulan como en búsqueda de algo…son viajeros como nosotros un tanto desconcertados.
Aparcamos junto al muelle y caminamos sin rumbo fijo: cafeterías, tiendas, oficinas y lugares de ocio se encuentran cerrados y es que en Feroes, parece que nadie trabaja en sábado. Nos lo tomamos con humor como viviendo un bucle donde parece que estamos destinados a no comer nada razonable ni a “confraternizar” con feroés alguno…
Tras pasear por el puerto y poco más, volvemos al coche y en una gasolinera compramos unas peculiares salchichas que parece ser, es el plato estrella de las islas ya que te las encuentras en todas las gasolineras, lo cual y visto lo visto, es un alivio.
De vuelta, vamos a algunas localizaciones que teníamos pendiente. La lluvia poco a poco deja paso a un cielo despejado, con una luz durísima y un viento semi polar que nos hace tirar de las cremalleras hasta el cuello, gorros y bufandas sin dejar atrás, los imprescindibles guantes.
Pero Feroe no da tregua: llegamos a un puerto de montaña (aquí las montañas no son muy elevadas pero si escarpadas) donde las vistas vuelven a dejarnos atónitos. No hay límites para tanta belleza, tan inefable que deja sin aliento y tan inmenso que no presenta límites…simplemente nos sentamos en el suelo y miramos al infinito respirando lo más profundamente que podemos como queriendo apropiarnos de este espacio, de este momento, de este segundo que nunca más volverá a repetirse.
Por el camino nos vemos “obligados” a realizar algunas paradas contemplativas, nuestro objetivo es una descomunal cascada de tres caídas de agua que forman un verdadero espectáculo natural.
Al llegar, la visión vuelve a superar expectativas, enormes cortinas de agua se precipitan al vacío desde una enorme altura formando varias cortinas de desbocadas aguas que llenan el ambiente de humedad que empaña continuamente nuestras lentes y equipos aún a varios cientos de metros de los torrentes. Esa humedad en suspensión vuelve a ponernos en jaque ya que los equipos permanecen empañados y mojados continuamente, el viento reinante tampoco ayuda creando torbellinos de llovizna que fluyen a nuestro alrededor mojándonos desde todas direcciones pero el espectáculo es grandioso.
Tras un largo rato de “pelea” con el agua, conseguimos hacer algunas tomas “decentes” y decidimos seguir avanzando: queda mucha ruta aún y el clima empieza a cambiar de nuevo.
La carretera bordea el mar donde inmensas y llamativas jaulas circulares están “sembradas” sobre la superficie marina: son piscifactorías donde se cría y engorda diferentes especies marinas entre ellos el bacalao. Esta piscifactorías están instaladas a todo lo largo de las islas creando complejos muy llamativos que aportan un referente útil para dimensionar las imágenes que tomamos en estos paisajes.
Tras un rato de viaje, llegamos a nuestro siguiente objetivo, uno de los más remotos, hermosos y codiciados lugares para practicar surf, una protegida playa de arenas negras flanqueadas por altísimas paredes y en cuya única salida al mar, se muestran desafiantes dos grandes colosos pétreos llamados “Risin y Kellingin” (el gigante y la bruja) que según la leyenda, se trataba de dos gigantes islandeses que tenían envidia de tan hermosas islas (Feroe). Entonces, el gigante y la bruja (su esposa en algunas versiones de la historia) fueron a las Islas Feroe para traerlos de regreso.
Durante la noche, la bruja ató una enorme cuerda sobre uno de los peñascos de las islas y el gigante comenzó a tirar para arrastrarlas hasta la cercana Islandia. Tiró y tiró pero las islas permanecían firmes, la obstinación y empeño de ambos les hizo perder la noción del tiempo y el primer rayo de Sol los convirtió en piedra dejándolos allí para toda la eternidad. No sabemos si fue así, lo que sí sabemos es que esta imagen es absolutamente mágica y embriagadora.
La visión desde la orilla es irreal de nuevo, es como un marco extraído de una película de ficción que nos obliga a sentarnos en la arena y simplemente…mirar.
En la pequeña ensenada se encuentra un diminuto pueblo de singular y antigua belleza que nos hace volver a preguntarnos ¿Cómo se puede vivir en un lugar tan alejado, inhóspito, recóndito y solitario como es este? Y más aún ¿Cómo llegan hasta aquí, surferos de todo el mundo para cabalgar sobre las aparentemente increíbles olas que rompen en esta playa.
Sobre la orilla, un contenedor marítimo convertido en escuela surfera, pone un punto de extraña modernidad a este recóndito lugar, varios musculosos y rubiales jóvenes se bañan en una apetecible sauna de agua caliente al mismo borde de las gélidas aguas de este nórdico mar antes de coger sus coloridas tablas varadas ordenadamente en la orilla.
Pasamos buena parte de la tarde en este mágico lugar donde no hay ningún tipo de servicios público: no hay bares, tiendas, hoteles…solo una pequeña iglesia que ofrece sus servicios religiosos y sociales (zona de reunión de los vecinos). Sin embargo, en una mínima y pintoresca “plaza” se alojan unas mesas con bancos de negra madera donde se arremolinan un grupo de alemanas que también viajan solas. Al acercarnos, uno de los longevos vecinos ha sacado un termo y una crepera donde realiza gofres de nata de oveja feroesa y miel con una taza de café por el módico precio de 7€ por persona, un precio abusivo que todos pagamos sin rechistar a cambio de ese café y gofre que nos reconforta y sabe a gloria…
De vuelta a casa, nos encontramos realmente exhaustos, embriagados y con un profundo sentimiento de ataraxia que nos mantiene en un estado de “anestesia” generalizada que nos impide incluso articular palabra: Streymoy es una experiencia global.
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